Violencia doméstica, alcoholismo en el seno familiar, pobreza, dolor y desesperanza forman parte de las historias que compartieron cocineras tradicionales de México en el conversatorio Sabores del Alma.
El evento realizado en el convento de San José, diez maestras cocineras de distintas partes de la República Mexicana compartieron anécdotas y saberes a alumnos de la Escuela de Gastronomía de la Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca.
En una plática en la que abrieron su alma, confiaron sus más íntimos temores, recuerdos de su niñez y su trayectoria, contaron de su amor a la cocina y lo que significa ser cocinera tradicional.
Las mujeres, participantes todas de Zimatlán Gastronómico en el restaurante Mi Tierra Linda, coincidieron en que, ser cocinera tradicional es sinónimo de creatividad al cocinar con lo que hay, con lo que ofrece la naturaleza, al tiempo de preservar esta herencia ancestral.
“Somos las guardianas de las tradiciones de nuestros antepasados (…) nuestra cocina es la base de cualquier plato, ningún platillo nace de la nada, tiene un origen o una identidad”, aseveró Juana Amaya, de Oaxaca.
La mayoría aprendió bajo la tutela de la abuelita, la bisabuela o la mamá desde la más tierna edad, a otras, la vida las obligó a desarrollar este don después, por necesidad.
“Empecé a cocinar como juego, de pequeña, grande me di cuenta que no tuve una niñez normal, tenía que ir a buscar leña, aprendí desde pequeña a hacer tortillas a mano”, contó Victoria Contreras Coyota, de Puebla.
Tres piedras, un fogón y mucho amor, es todo lo que se necesita, afirmó Reyna Pérez Vicuña, de Morelos, quien contó cómo su abuela preparaba de comer en el campo con lo que se tenía a la mano.
Buscar quelites de la región, hongos en época de lluvia, “lo que consumen los jóvenes ahora es comida cartón, se van a comprar al súper (…) nosotros preferimos el pozol blanco o de cacao, agua natural, mandarina, limón, verduras”, dijo Ricarda Jiménez Tevera, de Chiapas.
Cristina Martínez Cruz, nanacatera de Hidalgo, desde niña aprendió, de la mano de su abuelo, a diferenciar y recolectar hongos, una sabiduría que durante algún tiempo intentó esconder porque era satanizado, “íbamos al mercado, nos pisoteaban, nos los quitaban (…) mi abuelo me dijo que lo que íbamos a vender era nuestro conocimiento y no me rendí”.
María de Lourdes Camarena Rezo de Guanajuato aprendió a escondidas, espiaba a su abuela a través de una ventanita de la cocina, “hacía magia esa viejita”.
Yolanda reconoció que, durante el evento, al ver sus manos preparar la masa, recordó a su mamá, “nosotros preparamos la masa martajada con manteca y sal, lo acompañamos con una salsa de guaje, salsa de huevo o chicharrón, lo abrimos y les echamos la salsita”.
La creatividad las ha llevado lejos, a ganar concursos culinarios, como María de los Ángeles Esperanza Pérez, de Querétaro, que probó la flor de la tuna de garambullo, “es utilizar todo lo que tengan a la mano, esa vez hice un dulce, con la sorpresa de que me llevo el primer lugar”.
Contaron también experiencias amargas, como Tilita Concha Baca, de Chihuahua, quien después de separarse de su pareja comenzó a cocinar, “venía de una casa de amor, donde me amaban, a vivir violencia (…) me costó muchos llantos el aprendizaje, poco a poco al irme a dando a conocer trabajé con personas que me utilizaban, presentaban mi trabajo como suyo”.
Mujeres que recién se dan cuenta del valor de sus saberes, de Hidalgo, Lucrecia contó cómo la invitaron a participar y lo mucho que lo dudó. Sus hijos la convencieron, “te da miedo porque ves la televisión, pero tú bien sabes, cuándo queríamos una gelatina y no te alcanzaba ¿qué hacías? Te comprabas un mango, agarrabas la masa y te hacías una gelatina y nos alcanzaba para todos”.
Mujeres con trayectorias duras, caminos dolorosos, que han encontrado en la cocina, una fuente infinita de amor, que las ha llevado a triunfar, y, más allá del dinero, a ser reconocidas por sus saberes.
