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Tía Lancha, la esperanza de las mujeres tradicionales

Un sobrino la convenció de inscribirse para participar en el Tercer Encuentro de Cocineras Tradicionales (2019). La admitieron y esa experiencia le cambió la vida.

Esperanza Hernández Pérez, originaria de Coatecas Altas, Ejutla, recién empieza a trazar su propio camino.

Su abuelita era cocinera del pueblo. Se encargaba de guisar en las mayordomías, “desde entonces me gusta la cocina, aprendí a preparar el mole de guajolote, la segueza, tortillas, atole, agua de maíz”.

Aprendió también, a replicar los ritos y ceremonias en las ocasiones especiales, como la muerte.

“Se acostumbra dar una comida especial para los que acompañan al difunto. El agua de maíz, por ejemplo, sólo se prepara en esta ocasión, se reparte en jícaras antes a los dolientes antes de ir al panteón”.

Tía Lancha, como la conocen, habla zapoteco. Cuenta que desde pequeña la enseñaron las labores del campo, desyerbar, sembrar, piscar frijoles.

Aunque quería estudiar, su abuelito no la dejó. Decía que las mujeres no iban a la escuela por ser mujeres, que eso era para los hombres.

A los 13 años ya hacía tortillas a mano. Confiesa que su vida fue difícil, “éramos pobres”.

Se casó y, con su marido, se fue al norte del país como jornalera de unos terrenos de siembra. Vivían en unos pequeños cuartos construidos provisionalmente cerca de los campos a trabajar.

Con el dinero que reunieron durante años, se compraron un terrenito en San Pedro Guegorexe, Ocotlán, Oaxaca, donde empezaron a construir su casa. Empezó a aprender a hablar español.

Al poco tiempo encontró trabajo en un restaurante, Azucena Zapoteca, donde laboró 13 años como cocinera.

Es ahí donde su sobrino la convenció. Acudieron a la conferencia de prensa donde se anunció la convocatoria, hablaron con la organizadora y la admitieron.

“Fue un sueño, ya sé que es un evento, pero al estar ahí quería llorar, me sorprendí, estaba muy emocionada”.

No sólo dio a conocer su comida, también probó la cocina de varias regiones, platillos que ni siquiera imaginó que existieran.

Esa experiencia le enseñó otro mundo. Le mostró otros caminos. La enseñó a valorarse como mujer. Decidió no volver a trabajar al restaurante.

“Regresé sólo a dar las gracias por la oportunidad de trabajar en su cocina. Abrí mi propio restaurante Sin Maíz no hay país, a la entrada de Guegorexe”.

Un inicio difícil, sobre todo cuando inició la pandemia, ya que cerraron el pueblo; prácticamente tuvo que cerrar.

Actualmente desde las 5 de la mañana está activa. Es la encargada de dar de comer a los trabajadores de una constructora, “de alguna forma el municipio me apoyó”.

Prepara mole, estofado, coloradito, nicuatole, memelitas, higaditos. Los domingos prepara barbacoa de chivo.

El reto es sacar adelante a sus hijos. Ellos le pidieron que les diera la oportunidad de estudiar, así que, prácticamente su trabajo es para sostener sus estudios. Su hijo estudia arquitectura.

Agradecida con la vida, Esperanza confiesa que no la mueve lo económico, “no necesito ganar dinero, necesito mostrar lo que yo hago, que la gente esté contenta con lo que prueba, que diga, qué rico está”.

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