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Panes de Tlacolula: entre la memoria y los hornos de barro

Yolanda Peach | Leche con tuna

La historia de los panes de Tlacolula tiene su propia mayordomía: mezcla de técnica, memoria y una dedicación que entienden quienes pasaron la madrugada frente a un horno de barro.

Esa fue la ruta que trazó Octavio Santiago durante su ponencia Los panes de Tlacolula a través de los años, donde compartió más de 25 años de experiencia dentro de una tradición que resiste, a pesar de la modernización que empuja hacia la rapidez y la producción en masa.

Desde el inicio soltó una confesión que arrancó sonrisas: en la panadería todavía existe mucho celo. Las recetas viajan con recelo, los procesos se guardan, y algunos panes nacen casi de casualidad.

Como el pan de cazuela, el más representativo de Tlacolula, cuyo origen, relató, proviene de un extranjero que añoraba sus raíces y buscó ingredientes familiares: anís, canela, pasas y chocolate. Esa nostalgia dio forma, textura y aroma a un pan que es insignia en toda la región.

También habló del pan de mantequilla, quizá el más preciado, pero también el más traicionado por la modernidad. Lamentó que cada vez más panaderos sustituyan los ingredientes esenciales: mantequilla por margarina, huevos por colorante artificial, técnicas largas por atajos que prometen producir cientos de piezas en minutos.

“Hoy puedes hacer 900 panes en quince minutos”, señaló, “pero ya no es lo mismo”.

La sustitución de hornos de barro por equipos industriales y de artesas por maquinaria automática, explicó, empobrece el carácter del pan y borra detalles que se obtienen con la mirada atenta y la paciencia del proceso artesanal.

El pan amarillo, por ejemplo, sólo adquiere su consistencia si se hornea en un horno de barro a más de 300 grados. “La receta se puede replicar”, dijo, “pero cada quien tiene su razón, su estilo, su mano”.

Recordó cómo en décadas pasadas se estigmatizó el uso de manteca de puerco, decisión que provocó el declive de varias técnicas tradicionales y que separó a muchos panaderos jóvenes de sus raíces.

Entre anécdotas, compartió una que marcó su trayectoria. De joven, espiaba en la panadería Carmelita para saber cómo trabajaban. El dueño lo descubrió y, en lugar de regañarlo, lo invitó a un curso de panadería francesa y le entregó un pase. Más tarde supo que aquel acceso había sido muy codiciado y costoso —ocho mil pesos en aquella época—, oportunidad que aprovechó al máximo y que definió su camino profesional.

A los asistentes les dejó un consejo simple y contundente: escuchar.

Escuchar al cliente, a quienes pagan, a quienes conocen el oficio desde antes de que existieran las batidoras eléctricas. Ser receptivos a la crítica, estudiar, actualizarse. Porque la panadería tradicional también exige una formación constante.

Al finalizar, el chef Raúl Vásquez Cifuentes, director del Instituto Culinario El Mulli, le entregó su reconocimiento y resumió lo vivido con una frase: “El pan tiene alma”.

Y cuando un pan tiene alma, todo el conocimiento, dijo, vale la pena preservarlo.

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