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Chocolate atole, la bebida sagrada de los Valles Centrales

Yolanda Peach | Leche con tuna

La jornada académica del Instituto Culinario El Mulli en su Guelaguetza Gastronómica avanzó entre saberes diversos cuando la maestra Abigail Mendoza tomó el micrófono. En cuestión de minutos, el auditorio se acomodó más atento, más expectante. La maestra abrió una ventana hacia una de las bebidas más emblemáticas de los Valles Centrales: el chocolate atole, esa preparación que acompaña fiestas patronales, mayordomía y momentos que marcan la vida familiar.

Desde el inicio, descartó que sea una bebida de diario. Tiene un carácter ritual. Su preparación exige varios días y a veces semanas de trabajo paciente: fermentar el cacao pataxtle silvestre, descascararlo, mezclarlo con cacao regular, maíz y canela (ingrediente que sustituyó a la vaina de vainilla tras la llegada española). Todo en proporciones cuidadas y con un método que depende del metate caliente, donde la molienda se convierte en el primer acto ceremonial.

Abigail recordó que este conocimiento le fue heredado por su madre, y que ella, a su vez, está obligada a transmitirlo. “Hay que enseñar a las nuevas generaciones. No deben avergonzarse de su origen”. Una defensa, firme y directa, del valor cultural detrás del oficio culinario.

En un momento que arrancó murmullos de admiración, la maestra relató cómo fue el chocolate atole la bebida que llevó consigo a París, ante la Unesco, durante el proceso que culminó con el reconocimiento de la cocina mexicana como Patrimonio de la Humanidad. Un gesto que, visto actualmente, adquiere otra dimensión: la presencia indígena de Oaxaca representando a todo un país ante un organismo internacional.

En su explicación, describió cómo la pasta base del chocolate atole se elabora hasta con un mes de anticipación, siempre en un recipiente nuevo. Cómo esta mezcla densa, que ahora muchos convierten en polvo para facilitar procesos, requiere tiempo para desarrollar su carácter.

Hablar de la bebida, dijo, implica también hablar de la fiesta. En esas celebraciones, el orden del menú todavía conserva una lógica comunitaria: primero el chocolate con pan, luego carne de gallina o de puerco, y los tradicionales higaditos de fandango.

Recordó que antiguamente se compraba el ave entera o incluso viva, porque no existía la venta de carne sacrificada para uso inmediato; cada animal tenía un propósito y un día asignado.

Mientras ella narraba la historia, su hermana Rufina preparó la bebida de forma tradicional para mostrar el procedimiento completo: moler la pasta en el metate, disolverla con agua y trabajar la espuma, esa capa ligera que corona la bebida y que se obtiene solo con agua, sin otro ingrediente.

La demostración culminó con la repartición de chocolate atole entre los asistentes, un cierre que volvió tangible todo lo aprendido: aroma, textura e historia.

Antes de despedirse, Abigail reiteró la importancia de preservar un oficio que permite a las comunidades sostener su identidad a través de los siglos. Su voz dejó el orgullo, responsabilidad y certeza de que el conocimiento ancestral sigue vigente mientras haya quien lo comparta.

Una ponencia que dejó claro que la cocina oaxaqueña se prepara y se habita, y que, el chocolate atole, es una de sus columnas más firmes.

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