♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
Durante siglos, el conocimiento alimentario fue una herramienta de sobrevivencia, de ritual, de continuidad. Actualmente, en muchos pueblos de Oaxaca, se preserva. Es resistencia.
En Teotitlán del Valle, enseñar a moler en metate es una forma de devolverle a la tierra su voz, a las niñas su lengua, y a la comida su sentido. Durante nueve meses la cocinera tradicional Abigail Mendoza y sus hermanas impartieron el Taller de Cultura Alimentaria “Labaa Xten Galgayn” Raíz de la vida, a niñas y jóvenes originarios de esta población.
Para la clausura, la maestra Abigail tiró la casa por la ventana. La jornada comenzó con una misa solemne, siguió con una demostración de molienda en metate por parte de las alumnas y continuó con una muestra gastronómica. Se realizó un conversatorio donde especialistas analizaron el estado actual de nuestra alimentación y lo que implica volver a las raíces.
Uno de los ejes más sólidos del cierre en el que participaron Alejandro de Ávila Blomberg, Víctor Cata y Yásnaya Elena Aguilar Gil para plantear con claridad un diagnóstico puntual: estamos frente a una ruptura profunda entre lo que comemos actualmente y lo que durante miles de años sostuvo nuestra salud, nuestra organización social y nuestra identidad.
Recordaron lo más antiguo: los hallazgos en Yagul, Oaxaca, donde se encontró el textil más antiguo de México, con más de 10 mil años de antigüedad, elaborado con hilo de maguey.
Ese mismo maguey, que se asocia casi exclusivamente con el mezcal, tiene una historia más amplia: fue fibra, fue cuerda, fue vestido. Su cocción da origen a la bebida, también representa una tecnología de conservación y fermentación milenaria. El tejido y la comida tienen un origen común: la planta y el conocimiento que la hace útil.
En ese mismo sitio se identificaron evidencias del cultivo de calabaza, anterior incluso al maíz. Se trataba de una calabaza amarga, de cáscara dura, que no se comía por necesidad, sino por gusto, sobre todo por su semilla.
Oaxaca, hasta hoy, conserva la mayor diversidad de calabazas en el mundo, con variedades que datan de entre seis mil y siete mil años de cultivo.
El teocintle, el antecesor del maíz, tampoco era el grano tal como lo conocemos: sus cañas se utilizaban para extraer jugo dulce con el que se elaboraba tepache.
Primero se aprovecharon las cañas, no las mazorcas. La domesticación del maíz fue paulatina y altamente sofisticada: permitió después elaborar tamales, luego tortillas, y eventualmente, bebidas como el tejate.
También se encontraron restos de chile. No es nuevo en nuestra dieta: nos acompaña desde hace milenios. Chiles como el chilhuacle forman parte de una tradición culinaria tan arraigada como el picante, un marcador cultural.
Lo mismo ocurre con los quelites, hoy marginales en la dieta urbana, pero esenciales en la alimentación prehispánica por su valor nutricional y su adaptabilidad estacional.
Lo que quedó claro en las intervenciones es que la cocina mesoamericana no fue un cúmulo de improvisaciones. Fue una ciencia alimentaria basada en la observación, la fermentación, la combinación inteligente de ingredientes y la sostenibilidad.
Una dieta sabrosa y completa. Esa dieta fue despreciada por siglos, etiquetada como “comida de pobres”, desplazada por productos ultraprocesados, empacados y publicitados desde centros de poder económico.
El conversatorio no evitó el punto crítico: el cambio alimentario no fue espontáneo, fue inducido. El capitalismo global trajo consigo la promesa de modernidad en forma de supermercados, azúcar refinada, productos industrializados y monocultivos que empobrecen los suelos y los cuerpos.
Se habló de una verdadera colonización alimentaria. Nos convencieron de dejar de comer como nuestros abuelos. Nos dijeron que era indigno.
Las consecuencias son evidentes: diabetes, obesidad, hipertensión, crisis ambientales y la pérdida sistemática del conocimiento ancestral. “Nos dan el veneno y nos venden la medicina”, se dijo con firmeza.
Y aunque no hay recetas mágicas para revertir el daño, sí hay rutas posibles. Una de ellas es el etiquetado frontal de advertencia, una política pública que busca visibilizar el contenido real de los productos industriales.
Otra es la resistencia colectiva: volver al metate, a la semilla criolla, a las técnicas de nixtamalización, a los tiempos de cocción que exigen atención y memoria.
La conclusión fue que volver a nuestras raíces no es tendencia ni una consigna vacía. Es una forma concreta de resistencia. Frente al colapso ambiental, el colapso sanitario y el despojo cultural, cocinar como antes es también luchar.
Tras la reflexión colectiva sobre la historia y el presente de nuestra alimentación, vino el reconocimiento a quienes decidieron aprender desde la raíz. Ocho alumnas —niñas y jóvenes de Teotitlán del Valle— concluyeron el taller completo; Leticia Ruiz Gutiérrez, Lupita Gutiérrez Pérez, Maira Noemí Contreras Luis, Elizabeth Vicente Contreras, Fátima Lourdes Mendoza Mendoza, Naxh Mendoza Mendoza, Teresa Gutiérrez Alavéz y Fidencio Chávez Bautista.
Lo primero que aprendieron fue la molienda. “Los primeros pasos de estas muchachas son lo que les transmití”, dijo Abigail. “La cocina tradicional se está tambaleando. El metate es muy necesario”.
Las alumnas tenían entre 9 y 13 años. Aprendieron con las manos en el metate y los pies en el fogón. Entendieron se trata de cocinar, de cuidar la semilla, saber cuándo está lista, cómo trabajarla, qué sabores surgen del maíz tostado o de un bien molido. Aprendieron de chintextle, de pipián, de nicuatole, de higadito con nopal.
Rufina Mendoza habló con franqueza del esfuerzo que implicó hacerlo realidad. “Estuvimos batallando muchísimo para que esto se pudiera dar. Pegamos carteles en los molinos, en el mercado, en las tienditas, y no hubo respuesta. El único lugar donde tuvimos éxito fue en la radio comunitaria. Se inscribieron 16 señoritas. Terminaron ocho. Gracias a Dios”.
El evento inició con una misa, en la que el sacerdote afirmó que quienes concluyeron el taller no son sólo estudiantes, sino embajadoras de un conocimiento profundo y necesario. “Ahora el referente será la maestra Abigail Mendoza —dijo—, y después ustedes lo serán para otras”. Aseguró que la sabiduría popular tiene valor cuando se comparte sin egoísmo ni soberbia. Insistió en que aquello que no se transmite se pierde, y que el gesto de enseñar lo que se sabe —como lo hizo Abigail— es también una forma de valorar la riqueza de las culturas propias.
A lo largo de la jornada, al público compuesto por familiares de las jóvenes se sumaron cocineras tradicionales provenientes de distintas regiones del estado: Tlacolula de Matamoros, Ejutla de Crespo, Villa de Etla, Oaxaca de Juárez, San Lorenzo Cacaotepec, Santa Ana del Valle y, por supuesto, Teotitlán del Valle.
No solo como invitadas, sino como testigos de un oficio que resiste a través del tiempo, las manos y la transmisión. La presencia de estas mujeres fue una afirmación colectiva de que la cocina tradicional es una red viva que se fortalece cuando se comparte.
Después vino la demostración de las jóvenes en el metate, la comida elaborada con lo aprendido y la participación de una banda local. Una ceremonia de cierre sobria. Un pintor argentino, Carlos Mirabete, entregó a cada graduada una pintura. El director de El Mulli, Raúl Vásquez, les dio presentes, entre ellos pan de fiesta.
Para Abigail Mendoza, este taller fue un acto de sentido. “Me enorgullece y creo que esto va a apoyar para que la gente despierte, seguir adelante nuestras raíces. Me da mucha emoción, pero necesitamos trabajar más”.
Después vinieron las voces de las alumnas. Teresa, de 13 años, entendió la dimensión de lo que había aprendido: “Me sorprende haber llegado a la meta. No cualquiera puede agarrar un metate y moler cualquier comida. Vamos a enseñarle a las otras generaciones que vienen”.
“La importancia de este curso es que cuando seamos grandes podamos cocinar cosas naturales y no estemos consumiendo químicos que afectan a la salud”, añadió Fátima, de 13 años.
Leticia resumió con precisión lo que vivieron: “Aprendimos cada detalle de la cocina ancestral, desde cómo se amansa el metate, cómo prender el fuego, cómo hacer un atole. Gracias a la maestra Abigail, que siempre estuvo corrigiéndonos con paciencia y con amor. Ella ama lo que hace. Es una gran responsabilidad continuar”.
Convocó con firmeza: “México es muy rico en cultura, en gastronomía. Volvamos a consumir lo nuestro, a saborear lo nuestro, como la semilla sagrada: el maíz, el frijol, la calabaza. Revitalicemos el sabor de lo nuestro, donde sea que estemos”.
El taller concluyó, lo sembrado apenas empieza. En las manos quedó el recuerdo del fuego, el peso del metate y la voz de sus maestras. En su memoria está el sabor del frijol recién cocido, del chile molido a piedra, del maíz que se cuida.
Cocinar como antes no es nostalgia: es estrategia, es defensa. En un mundo que olvida, ellas aprendieron a recordar. Y ahora, como dijo el sacerdote, son embajadoras. No sólo de la cocina tradicional, sino de algo más grande: la posibilidad de un futuro con raíz.