♦ Leche con tuna
El aire en El Tecolote se llena de un aroma profundo, uno que marca el final de un ciclo: el horno se enfrió. “Puedo leer el horno con los ojos cerrados”, confiesa Fabiola, mientras el humo perfila su rostro en la penumbra.
Cuarta generación de maestros mezcaleros. Aprendió con silencios. Observó a su padre, Don Bernardo, desaparecer entre pencas cortadas, leña ardiente y ollas de cobre. Vio en él la calma de quien trabaja con fuego sin quemarse por dentro. Ella también camina esa ruta.

La tradición del mezcal
En El Tecolote, esta tradición es resistir. Significa madrugar para cortar agave que tardó entre seis y quince años en madurar. Cargar pencas al hombro, abrir la tierra a fuerza de pala, cuidar el fuego noche y día, hasta que el horno, por fin, se enfría. Un ejercicio de espera que parece no terminar.
Cuando el tiempo al fin entrega su fruto, empieza otro viaje: uno más largo, más incierto. El que atraviesa carreteras, aeropuertos y fronteras hasta llegar a Santa Cruz, California.

En esta travesía, Franco Boffi se convirtió en el puente.
El duelo, a veces, se hereda sin que nadie lo decida. No por imposición, sino porque hay cosas que es imposible dejar ir. Y en el caso de Boffi, la pérdida de Sam fue más que la de un suegro; fue la de un mentor, un amigo, un guía.
Sam era un artista nato, escultor por vocación, maestro por convicción. Fue profesor en la Universidad de Santa Clara durante casi 40 años y una figura querida en la comunidad artística de Santa Cruz. Ante todo, fue un hombre que creyó en el mezcal como se cree en el arte: con respeto y pasión.
Desde el momento en que Sam conoció a Don Bernardo, lo reconoció como alma afín, con un enfoque sobre su trabajo en vez de sobre una obsesión con el mercado.

Entonces entre Sam y de algunos amigos surgió Huxal, una marca nacida en una mesa de confianza. Sam pintó las etiquetas, Don Bernardo destiló el alma.
Cuando Sam falleció, Boffi sintió que algo quedó incompleto. En medio del duelo, decidió asumir el compromiso. Como hijo, no como empresario. Ni por ambición, sino por lo que significaba.
“Me quería asegurar que el crecimiento y la energía de la compañía continue, y quería ver que el arte de Sam siga viviendo junto a la artesanía del mezcal” dice ahora.
Invertir en mezcal artesanal desde California no es una decisión sencilla. Implica riesgos, tiempos largos, márgenes estrechos. “Me involucro para honrar esta unión de arte y cultura, y para respetar a la familia de Don Bernardo y el legado de Sam”.
Arte y mezcal
Cada botella de Huxal que cruza la frontera lleva este elixir y también arte.
Las etiquetas creadas son trazos cuentan de raíces, tiempo y permanencia.
Lleva también el trabajo de Don Bernardo y Fabiola, que destilan sin atajos, sin aditivos, sin buscar volumen, sólo calidad.
Lleva también a Boffi. Él no solo adquirió una marca. Es parte de una unión. Un compromiso que trasciende lo comercial.

El secreto en Santa Cruz
Actualmente, en Santa Cruz, las botellas de Huxal se sirven en catas, en eventos, en tiendas autónomas de autoservicio, en espacios donde se valora el sabor. No se venden por volumen. Se comparten como un secreto.
A veces, cuando acomoda las botellas, Boffi se detiene frente a las etiquetas de Sam. Pasa el dedo por los bordes, como si al tocarlas pudiera escuchar su voz. Luego sonríe. No por nostalgia, sino porque sabe que lo que hace tiene sentido. Y porque sabe que allá, en El Tecolote, hay un horno encendido que también lo espera.

Un latir compartido
Entre ambos extremos del mapa, Huxal toma la forma de un escrito en dos idiomas con un solo latir.
Fabiola, late al ritmo del horno. “Me gusta que pregunte todo”, dice su padre, con orgullo. Ella observa, se involucra, trabaja a la par. Aprendió a leer el humo, a entender la fermentación y a encontrar en la destilación un espejo.
“Me enseña qué tan fuerte puedo llegar a ser”, añade Fabiola. Estar entre fuego, agua y cobre es una elección.
El mezcal de Huxal no lleva prisa. Se cuece con una sola lumbre, se destila una sola vez. No hay químicos ni atajos. Se respeta el tiempo, el maguey maduro, las herramientas limpias. El horno dicta el ritmo.
Pero producir el destilado artesanal de verdad está muy lejos de ser un acto romántico: es físico, técnico y emocional. Cargar la leña, mover la tierra, vigilar el fuego toda la noche. Fermentar en tina de madera sin que la temperatura se desvíe. Destilar con precisión quirúrgica.
Aun así, el mercado rara vez paga lo justo.
El tiempo como aliado
Cada botella que llega a Santa Cruz carga con todo. Cruzó kilómetros y cruzó generaciones. Y al llegar, Boffi las recibe con cariño. “Pienso en todo lo que hay detrás. Me emociona saber que aquí, en California, alguien va a probarlo sin saber lo que costó hacerlo… pero va a sentirlo”.
Eso tiene el buen mezcal: se nota. No abruma, no adormece. Acompaña. Invita. Y cuando se sirve con respeto, se convierte en conversación.

En Santa Cruz, Boffi creó un espacio donde las etiquetas de Sam y el alma de Oaxaca coexisten. Que el mezcal se vuelva puente. Que una a su familia con la de Don Bernardo. Que la historia de Sam no se olvide. Que el arte se beba.
“Para mí, es un honor. Invierto todo lo que puedo: tiempo, dinero, energía. Porque creo en esto. Creo en el arte, en la cultura, en lo que significa cada botella”.
En El Tecolote, el horno sigue sin humear. Fabiola y Don Bernardo esperan. Tal vez ya eligieron el siguiente maguey. Tal vez ya están llenando nuevas tinas. Allá, se trabaja con paciencia.
En Santa Cruz, Boffi también espera, paciente, como si el tiempo, al igual que el mezcal, tuviera que fermentar lentamente para dar su mejor fruto.
Huxal es una alianza que sobrevivió a la distancia, a la muerte y al mercado. Una herencia que fermenta lento.
El mezcal, como el arte, nunca muere. Se consume, se guarda en la memoria, y siempre está allí, espera ser redescubierto, una y otra vez. Entre las montañas de Oaxaca y las playas de Santa Cruz, la historia aún se escribe, botella por botella.