♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
El sol acababa de despuntar cuando llegamos a San Lorenzo Cacaotepec. Las maestras Marcelina Lorenza Taboada Vázquez, anfitriona, y Eva Aquino, cocinera tradicional de Tlacolula de Matamoros, nos invitaron a un encuentro que prometía una lección de historia, sabor y resistencia.
Nos recibió con una sonrisa cálida Marcelina Lorenza, cocinera tradicional de esta comunidad zapoteca. Ahí también estaba María Dalia Morales Ortiz, de Santa Ana del Valle.
Tres mujeres que se entrelazaron ese día en torno a un solo ingrediente: el chile de agua, un tesoro de los Valles Centrales de Oaxaca.

Esta variedad, de piel brillante y sabor suave, es única en el mundo. Se cultiva en Oaxaca, en suelos generosos y bajo cielos que aún respetan los ciclos del maíz, del agua, del chile, como San Lorenzo Cacaotepec.
Según los productores, encabezados por don José Cruz Cruz, no hay chile como éste en ninguna otra parte. Y esa mañana, fuimos testigos de su cosecha.
Mientras ellos recolectaban el fruto con respeto, a nosotros nos recibieron con un pequeño ritual: un chile de agua relleno de mezcal, que se ofrecía como bienvenida, como apapacho, como promesa de lo que vendría.

Las cocineras prendieron el fogón con leña y carbón. Escogieron los chiles más tersos, los asaron lentamente, girándolos a mano con paciencia antigua. El objetivo: preparar el icónico chile de agua relleno, esa joya que no puede entenderse sin saber del fuego, del tiempo y del cariño.
Mientras los chiles sudaban, se hizo una pausa para el desayuno: tamales de mole, memelitas con asiento y queso, quesadillas dobladas a mano, agua de horchata. El plato fuerte apenas se cocinaba.
Las claras de huevo fueron llevadas a punto de turrón; después se incorporaron las yemas con movimientos suaves, circulares, casi ceremoniales.

El chile, una vez pelado y desvenado, fue rellenado con queso en manos de Dalia; con picadillo de cerdo y pollo en las manos sabias de Marcelina y Eva. Luego, uno a uno, fueron capeados y fritos hasta quedar crujientes por fuera, suaves por dentro.
Se sirvieron con caldillo de nopal o frijolitos, y tortillas recién bajadas del comal, todavía infladas, con olor a maíz nixtamalizado esa misma mañana. La mesa era un altar. Y el chile de agua, el protagonista.
El verdadero relleno de esta jornada no fue el sazón: fue la verdad.

Entre risas, anécdotas y silencios profundos, las cocineras hablaron sin reservas del nulo apoyo de los gobiernos para preservar la cocina tradicional y de cómo han tenido que trabajar sin proyectos financiados, de las desilusiones de quién prometió ayudar y sólo buscó su beneficio.
Recordaron tiempos difíciles, la vez que una tuvo que vender el automóvil para pagar una urgencia médica. Del terreno heredado que se fue para poder pagar deudas. De las veces que, como dijo Eva, “comimos tierra, pero nunca dejamos de cocinar”.
Contaron cómo alguna vez pensaron en tirar la toalla, pero siempre las levanta el recuerdo de una madre, una abuela, una voz que les enseñó que en la cocina también se lucha. Y ese es el motivo por el cual, decidieron honrar al chile de agua. Con la cocina, ayudar a preservarlo e impulsar al productor.
“Cocinar es resistir”, coincidieron. Y esa frase lo resumía todo. Porque preservar el chile de agua, sembrarlo, comerlo y compartirlo, es también defender la memoria, la tierra y la identidad. Es un acto de rebeldía, de pertenencia, de dignidad.

A lo largo del día, el fuego nunca se apagó. El aroma de los chiles, el sonido del comal, la calidez de las palabras tejieron un día que será difícil olvidar.
Ya para las cinco de la tarde, el sol bajaba, pero los corazones estaban más encendidos. Nos fuimos con el estómago lleno, sí, pero sobre todo con el alma rebosante.
Cada chile de agua cosechado y cocinado en manos de estas mujeres es un acto de amor, una protesta silenciosa y una esperanza. En Oaxaca, la cocina también resiste, recuerda, canta y florece.