♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
Sergio nunca planeó quedarse en Huajuapan.
La historia empezó con una casa vieja, de adobe, en una calle que lleva por nombre el año en que Morelos resistió el sitio. El propietario le contó la anécdota mientras le mostraba los cuartos, las grietas, las sombras. Aquella fecha, 1812, se le quedó grabada.

Actualmente esa casa es un restaurante con pasado. 1812 se convirtió en un espacio para quienes creen que cocinar es también una forma de narrar.
Sergio lo hace a través de los fogones; Nelly, entre harinas y azúcar; Kalanka, con música y destilados. Cada quien cuenta a su modo lo que Huajuapan tiene para decir.

En sus mesas, la comida se entiende como un proceso. Nada ocurre rápido. La milpa, el café, los tomates o el maíz tienen su propio ritmo, y ese ritmo dicta el del restaurante. En 1812, los ingredientes se cuidan, se transforman y se respetan.

El menú cambia con las temporadas, porque en el mercado también cambia la tierra. Lo que se acaba, se acaba; lo que llega, renueva la carta.
Los tomates son una historia aparte.

Sergio se emociona al hablar de ellos: de las semillas que recolectan en distintas regiones de Oaxaca, de las variedades que germinan por accidente, de cómo un tomate puede decidir si se come crudo, cocido o hecho salsa. Su entusiasmo se contagia. Habla del fruto como quien habla de un hijo: con la certeza de que cada uno tiene su destino.

El primer plato que diseñaron para la temporada de muertos fue un pan francés con dulce de calabaza criolla. Lo hicieron al pensar en una mujer que vende calabacitas en el mercado, en su paciencia y en el cariño con que cultiva.
Otro plato, el pastel azteca, lleva tasajo de joroba, salsa de habanero con chile poblano y un salteado de verdolagas. Es su manera de rendir tributo a las abuelas, a los guisos de infancia, a los sabores que sostienen la memoria.

El Matachín, por su parte, toma una técnica francesa y la mezcla con ingredientes endémicos. Su nombre rinde homenaje a las calendas de Huajuapan, al colorido y a la alegría.
Hay un risotto con calabaza támala, burrata y ajo ahumado que huele a altar de muertos, a cocina encendida en diciembre. También unos ñoquis de camote morado bañados en quesos mexicanos, como un diálogo entre Italia y la Mixteca.

Para Sergio y Nelly, cocinar es un acto de permanencia.
La casa es de adobe, las paredes resisten, las plantas crecen en los rincones donde antes se guardaba el polvo. Los muebles que usaron al inicio todavía acompañan al proyecto: los recogieron de sus propias casas cuando el presupuesto era solo voluntad.

1812 se transformó un lugar de encuentro.
Allí llegan adultos que buscan el sabor de la infancia, el eco de una sopa que solo una abuela podía preparar. Algunos regresan para volver a probar un postre o simplemente para estar un rato, como quien visita a la familia.
El restaurante es refugio para artistas y creadores locales. Entre talleres, música y pintura, el espacio se abre para que otros se expresen. Esa mezcla de oficios, la cocina, la repostería, la música, el arte, logra que el lugar respire autenticidad.

En 1812 se trata de recordar lo que fuimos cuando la comida todavía sabía a tierra, a tiempo y a paciencia.
Cada plato, cada bebida y cada ingrediente es una forma de volver a casa, incluso cuando uno lleva años lejos de ella.




