♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
En Campestre prender la parrilla es sólo el comienzo. Se enciende un idioma. Un lenguaje de brasas, cortes al punto y rituales que, para Federico Gallardo, son casi una religión. Y esta liturgia ocurre en Oaxaca, donde decidió plantar raíces, fuego y mesa muy lejos de su natal Córdoba, Argentina.

Cocina para convocar. El restaurante busca cómplices. Campestre, un proyecto de parrilla estilo argentino, se convirtió en un puente entre dos geografías que comparten más de lo que aparentan: “Oaxaca y Córdoba están rodeadas de montañas y de gente amable. Es fácil sentirse en casa”.
Y en casa, el fuego siempre está encendido.

“Cuando uno prende el fuego en Campestre, prende todo”, dice Federico. Lo dice literalmente, pero también con una carga emocional que atraviesa su acento.
El fuego, visible en una cocina abierta al público, es protagonista. Es el sabor que imprime a las carnes y lo que evoca: las reuniones familiares, las tardes de domingo, el humo que en Argentina anuncia que la mesa está lista.

En Argentina, el asado se vive, “es una tradición, algo que te conecta con tu familia y que se hace todos los domingos”, dice Federico.
Incluso si hay discusiones, incluso si alguien está enojado, el fuego se enciende. “Así te pelees con tus padres, el asado reúne a la gente”, afirma.

Ese ritual, que para muchos argentinos es tan cotidiano y sagrado, es lo que trajo consigo a Oaxaca. Fue aquí donde algo hizo clic. “Cuando vemos a una familia oaxaqueña disfrutar de un asado, entendemos que esto funciona”, cuenta.
En ese momento supo que Campestre dejó de ser un restaurante extranjero, ahora forma parte del tejido de una ciudad que también celebra la comida como acto de unión.

La entraña es su orgullo. Un corte humilde, pero con identidad. “Siempre hemos recibido buenos comentarios sobre ese plato”.
Campestre ofrece empanadas, pescado a la talla, pulpo al grill, ensaladas y postres que buscan cerrar con dulzura.

Instalar una parrilla argentina en Oaxaca puede parecer inesperado. Pero para él, fue natural. Primero en Puerto Escondido, y después llegó a la capital, cautivado por una ciudad que se volvió sinónimo de excelencia gastronómica.
Se ubica en Mariano Abasolo 305, en el centro de Oaxaca. El restaurante está dentro del Hotel Santo Tomás.

Aquí, dice, se encontró con un público exigente, curioso y dispuesto a probar lo desconocido. “Nos pone presión, claro. Pero también nos da alegría. Oaxaca quiere comer bien, y nosotros queremos cocinar bien”.
La presión, lejos de paralizar, lo mantiene enfocado. En Campestre todo está pensado para que quien cruce la puerta se sienta como invitado. Desde la atención, relajada pero precisa, hasta la música, la iluminación y el ritmo con el que salen los platos.

“Tratamos a todos como si llegaran a nuestra casa”. Federico busca más que replicar lo que dejó en Argentina. Su ambición es que Oaxaca experimente la cultura que rodea al asado. Que la carne sea una excusa para compartir, reconciliarse, brindar o simplemente estar.
Y, sobre todo, desea que sus hijos algún día escuchen hablar con cariño del restaurante. Que comprendan que sus padres ponían pasión en cada plato, en cada fuego encendido, en cada sobremesa larga.

“Queremos hacer sinergia con chefs, con productores, con toda esa gente que ama este oficio”, dice Federico. Habla de eventos futuros, de colaboraciones, de abrir aún más el restaurante a la comunidad gastronómica oaxaqueña.
“Cuando vemos a una familia oaxaqueña disfrutar de un asado, entendemos que esto funciona”, dice. Y entonces no hace falta más. El fuego, como la comida bien hecha, habla por sí solo.