♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
El aire en El Tecolote se llena de un aroma profundo, uno que marca el final de un ciclo: el horno se enfrió. “Puedo leer el horno con los ojos cerrados”, confiesa Fabiola, mientras el humo perfila su rostro en la penumbra.
Cuarta generación de maestros mezcaleros. Aprendió con silencios. Observó a su padre, don Bernardo, desaparecer entre pencas cortadas, leña ardiente y ollas de cobre. Vio en él la calma de quien trabaja con fuego sin quemarse por dentro. Ella también camina esa ruta.

La tradición del mezcal
En El Tecolote, esta tradición es resistir. Significa madrugar para cortar agave que tardó ocho o diez años en madurar. Cargar pencas al hombro, abrir la tierra a fuerza de pala, cuidar el fuego noche y día, hasta que el horno, por fin, se enfría. Un ejercicio de espera que parece no terminar.
Cuando el tiempo al fin entrega su fruto, empieza otro viaje: uno más largo, más incierto. El que atraviesa carreteras, aeropuertos y fronteras hasta llegar a Santa Cruz, California.

En esta travesía, Franco Boffi se convirtió en el puente.
El duelo, a veces, se hereda sin que nadie lo decida. No por imposición, sino porque hay cosas que es imposible dejar ir. Y en el caso de Boffi, la pérdida de Sam fue más que la de un suegro; fue la de un mentor, un amigo que creía en la destilación como se cree en el arte: con respeto y pasión.
Era un artista nato, escultor por vocación, maestro por convicción. Fue profesor en la Universidad de Santa Clara durante más de 40 años y una figura querida en la comunidad artística de Santa Cruz. Ante todo, fue un hombre que creyó en el mezcal como se cree en el arte: con respeto y pasión.

Sam era amigo de don Bernardo desde hacía años. Juntos imaginaban un mezcal que pudiera comunicase por sí solo.
De esa amistad surgió Huxal, una marca nacida en una mesa de confianza. Sam dibujó las etiquetas, don Bernardo destiló el alma.
Cuando Sam falleció, Boffi sintió que algo quedó incompleto. En medio del duelo, decidió asumir el compromiso. Como hijo, no como empresario. Ni por ambición, sino por lo que significaba.

“Me puse al hombro la compañía porque sentí que era lo correcto”, dice ahora.
Invertir en mezcal artesanal desde California no es una decisión sencilla. Implica riesgos, tiempos largos, márgenes estrechos. “No estoy aquí para hacer dinero rápido. Estoy aquí para honrar lo que él empezó y respetar a la familia de Don Bernardo, demostrar que sí se puede lograr”.

Arte y mezcal
Cada botella de Huxal que cruza la frontera lleva este elixir y también arte.
Las etiquetas creadas son trazos cuentan de raíces, tiempo y permanencia.
Lleva también el trabajo don Bernardo y Fabiola, que destilan sin atajos, sin aditivos, sin buscar volumen, sólo calidad.

Lleva también a Boffi. Sus noches de insomnio mientras revisa números. Sus conversaciones con distribuidores que no entienden por qué no abarata procesos. Su resistencia a “filtrar dos veces” para ganar más.
Su terquedad, heredada de Sam, de que esta bebida puede ser negocio sin perder su dignidad. “No puedo traicionar lo que él defendía ni mirar a mi mujer a los ojos si empiezo a hacer las cosas a medias”, dice. Y ahí está la diferencia: Boffi no compró una marca. Es parte de una familia. Un compromiso que trasciende lo comercial.

El secreto en Santa Cruz
Actualmente, en Santa Cruz, las botellas de Huxal se sirven en catas, en eventos, en tiendas de autoservicio, en espacios donde se valora el sabor. No se venden por volumen. Se comparten como un secreto.
A veces, cuando acomoda las botellas, Boffi se detiene frente a las etiquetas de Sam. Pasa el dedo por los bordes, como si al tocarlas pudiera escuchar su voz. Luego sonríe. No por nostalgia, sino porque sabe que lo que hace tiene sentido. Y porque sabe que allá, en El Tecolote, hay un horno encendido que también lo espera.

Un latir compartido
Entre ambos extremos del mapa, Huxal toma la forma de un escrito en dos idiomas con un solo latir.
Fabiola, late al ritmo del horno. “Me gusta que pregunte todo”, dice su padre, con orgullo. Ella observa, se involucra, trabaja a la par. Aprendió a leer el humo, a entender la fermentación y a encontrar en la destilación un espejo.

“Me enseña qué tan fuerte puedo llegar a ser”, añade Fabiola. Estar entre fuego, agua y cobre es una elección.
El mezcal de Huxal no lleva prisa. Se cuece con una sola lumbre, se destila una sola vez. No hay químicos ni atajos. Se respeta el tiempo, el maguey maduro, las herramientas limpias. El horno dicta el ritmo.

Producir el destilado artesanal de verdad está muy lejos de ser un acto romántico: es físico, técnico y emocional. Cargar la leña, mover la tierra, vigilar el fuego toda la noche. Fermentar en tina de madera sin que la temperatura se desvíe. Destilar con precisión quirúrgica.
Aun así, el mercado rara vez paga lo justo.

El tiempo como aliado
Cada botella que llega a Santa Cruz carga con todo. Cruzó kilómetros y cruzó generaciones. Y al llegar, Boffi las recibe con cariño. “Pienso en todo lo que hay detrás. Me emociona saber que aquí, en California, alguien va a probarlo sin saber lo que costó hacerlo… pero va a sentirlo”.
Eso tiene el buen mezcal: se nota. No abruma, no adormece. Acompaña. Invita. Y cuando se sirve con respeto, se convierte en conversación.

En Santa Cruz, Boffi creó un espacio donde las etiquetas de Sam y el alma de Oaxaca coexisten. Que el mezcal se vuelva puente. Que una a su familia con la de don Bernardo. Que la historia de Sam no se borre. Que el arte se beba.
“Para mí, es un honor. Invierto todo lo que puedo, tiempo, dinero, energía. Porque creo en esto. Creo en el arte, en la cultura, en lo que significa cada botella”.

En El Tecolote, el horno sigue sin humear. Fabiola y Don Bernardo esperan. Tal vez ya eligieron el siguiente maguey. Tal vez ya están llenando nuevas tinas. Allá, se trabaja con paciencia.
En Santa Cruz, Boffi espera, paciente, como si el tiempo, al igual que el mezcal, tuviera que fermentar lentamente para dar su mejor fruto.

Huxal es una alianza que sobrevivió a la distancia, a la muerte y al mercado. Una herencia que fermenta lento.
El mezcal, como el arte, nunca muere. Se consume, se guarda en la memoria, y siempre está allí, espera ser redescubierto, una y otra vez. Entre las montañas de Oaxaca y las luces de Santa Cruz, la historia aún se escribe, botella por botella.