Entre manos campesinas, fuego abierto y sazón ancestral, el jitomate encontró su voz. Una cena que lo elevó de lo cotidiano a lo sagrado
♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
Oaxaca no se camina a pie, se recorre con el paladar. Cada paso en sus calles es un recuerdo de lo que se comió, una intuición de lo que se comerá, una señal de lo que se celebra. Aquí, la comida es lenguaje, rito, herencia. Lo sabe la gente, lo sabe la tierra, y lo entienden bien quienes cocinan.
Este abril, en Levadura de Olla, ese templo gastronómico donde Thalía Barrios García y Neftalí Ramos lograron de la memoria un menú, se celebró la tercera edición de Jitomates para todos.

Más que reinterpretar un ingrediente, se trató de honrarlo, de devolverlo al centro, de contarlo en siete tiempos: pieles, acideces, texturas, y, sobre todo: historias.
Se unió Pablo Díaz, chef del aclamado Mercado 24 en Ciudad de Guatemala, donde la cocina también se construye desde el mercado, el campo, lo que da el día.

El nombre del restaurante no es casualidad: comienzan todas las mañanas con un recorrido por La Terminal, el mercado más grande de Centroamérica. Lo que él cocina es lo que huele, lo que encuentra, lo que ve. “La única norma en Mercado 24 es que todo el producto sea guatemalteco. Y eso nos hermana con Levadura de Olla: el respeto al origen y al productor”.

Para esta cena, sin embargo, Pablo cruzó el Suchiate con las manos vacías y el corazón dispuesto a recibir. “Fuimos a recolectar jitomates en el Oaxaca profundo, en la Sierra Sur, con una familia que nos abrió los brazos y nos mostró lo que cultivan con tanto amor, tanta pasión, que se transmite al final de cuentas en los temas de una cena como la que tuvimos en Levadura de Olla”.

Y es que hablar de jitomates en Oaxaca no es hablar de “el jitomate”, sino de al menos 23 variedades distintas. Tomates que parecen haber absorbido siglos: riñón verde, miltomate morado, pera, manzano, tomate de rastrojo. Cada uno con su clima, su tierra, su carácter. Cada uno con su historia en la cocina y en la vida de quienes lo siembran.

El menú fue una geografía contada desde la cocina. Abrió con botanas que dejaron claro desde el primer bocado que el jitomate no es un actor secundario. Un adobo de mar con chilhuacle negro abrazó una tostada de maíz nuevo, traído desde la sierra oaxaqueña. A su lado, una tostada de la tlayuda, enmiltomatada, con frijol delgado y queso fresco, rindió homenaje a la esencia oaxaqueña.

Siguió un desfile cromático: riñón rojo, de rastrojo, tomate pera, negro, rosa, morado, manzano. Uno a uno, asados, ahumados, en duetos que conversaban con pescados del Pacífico, con quelites, con purés y adobos. Se fundió con iguaxte, una pasta tradicional a base de semilla, para crear una composición vegetal, terrosa, como si la tierra se cocinara.

Para el plato fuerte, sierra con pepián y quelite de agua, un plato que cruzó las fronteras entre Guatemala y Oaxaca sin pedir permiso. Luego, el tamal: esponjoso, relleno con carne de puerco sazonada con orégano, bañado en crema y jitomate de rastrojo. Un abrazo tibio envuelto en maíz.

El cierre fue sorpresivo: plátano con mole guatemalteco. Un postre que rompió las reglas de la tradición oaxaqueña. Una osadía, como lo reconoce Pablo, servir mole como dulce en la tierra de los moles. “De los ingredientes principales del mole guatemalteco es el tomate que tenemos hoy aquí y le estamos rindiendo tributo, no solo al tomate, sino a la gente que está detrás de esto, y a los oaxaqueños”.

Y luego, una nieve de tuna junto a un bocado de chocolate con 80 por ciento cacao. La dulzura se volvió reflexión: el jitomate, incluso fuera de contexto, puede brillar como epílogo.

En las palabras de Neftalí Ramos, “el jitomate me enseñó que las diferencias de forma, color o tamaño no hacen a nadie mejor o peor. Todos somos iguales por dentro”. Y quizás por eso el jitomate fue el hilo conductor perfecto: humilde, versátil, rebelde, profundamente nuestro.

Thalía, por su parte, recordó que su infancia marcada por el acto más simple y honesto: morderlo. Tal vez por eso, el platillo más rebelde que elaboró con él fue el nicuatole en el que utilizó el jitomate, “es rebelde porque hay una base, hay una tradición, una técnica. El jitomate me encanta y decidí probarlo”.

Jitomates para todos fue juego, conciencia, raíz y visión. Cocinar el territorio, compartir la tierra, y mirar al ingrediente cotidiano con ojos de revelación. Porque en Oaxaca, el maíz es raíz. Y, el jitomate, su historia más jugosa.