♦ Yolanda Peach | Leche con tuna
“Salen a las calles bajo el amparo de la oscuridad. Buscan a la mujer casada, porque a las señoritas se les respeta. Tienen ética”, suelta Manuel Matus al hablar del taganero, el personaje istmeño que va, de manera sigilosa, a las casas para tocar eróticamente a las que duermen profundamente.
El escritor ixhuateco es el invitado de la maestra Aurora Toledo al Jueves de Butaque, en el traspatio del restaurante Zandunga. Un escenario íntimo que invita a la charla casual, que te lleva por el anecdotario de la cultura istmeña, de sus leyendas e historias.
Retomó el origen de Zandunga, un lugar en el que se reunían para charlar por horas, para leer poesía, para recordar historias y, sobre todo, para pasar un buen rato.
El mismo Matus hace referencia a los inicios de Zandunga, llegaban con el pretexto de que era cumpleaños de Aurora (aunque no lo fuera), una botella de mezcal mientras ella les ofrecía de comer, para iniciar tertulias encantadoras.
Antes de hablar del taganero, Matus hace pequeñas reseñas de tres libros de distintas culturas. Recuerda la trama de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata y el Animal Moribundo, de Philip Roth.
Es sólo el preámbulo para hablar de la sensualidad de las mujeres istmeñas que se percibe en los actos cotidianos, que resplandece en las velas y que, muy a su pesar, justifica al exaltarlo.
Taga’na’ significa señor que toca o señor mapache. Un personaje de andadas nocturnas. Al agregar el sufijo ero, de los oficios, se vuelve el taganero.
“En aquellos tiempos (los 70) no había energía eléctrica, por las tardes, alrededor de las siete, se salía a comprar petróleo para prender las lámparas, se le decía ‘la hora del petróleo’ que muchas muchachas aprovechaban para encuentros furtivos con sus novios”.
El calor era sofocante. Se acostumbraba dormir en el patio de las casas, los varones en la hamaca, las mujeres en un lecho rústico, desnudas, cobijadas por la oscura noche.
Habla ahora sí, del taganero, un oficio que no se veía mal, así como en diversas culturas. “En el resto del mundo existe, pero de otra manera”. Salía de noche a buscar a aquellas mujeres que dormían a la intemperie. Su reto era, entrar al sueño erótico de la durmiente a través de las caricias de sus manos.
Subraya y destaca que, este oficio, es aceptado en el Istmo. Una figura que, hasta cierto punto se volvió necesaria. Tanto hombres como mujeres aceptaban tácitamente estas visitas, incluso las esperaban. No estaba mal visto que la durmiente tuviera derecho al placer que ofrecía el taganero, siempre y cuando fuera en forma discreta.
Recuerda a un taganero famoso: Lauro Ki, quien vivía con su mamá, y rememora también, a Andrés Henestrosa.
“Andrés quiso ser taganero ¿y quién no lo querría? Así que convenció, después de mucho suplicarlo, que lo dejara acompañarlo”.
Esa noche, detalla, salieron sigilosos y entraron al patio de una casa. Ahí observó al taganero que, con gran delicadeza, tocó los pies de la mujer dormida. Al comprobar que dormía profundamente, empezó a deslizar sus manos por sus piernas hasta completar “el servicio completo”.
No conforme, recuerda, Andrés insistió a su tutor que lo dejara acompañarlo otra vez, pues desde la posición en que se encontraba, le fue imposible mirar a detalle y aprender con precisión ese arte.
Tras insistir por días, el taganero aceptó que lo acompañara de vuelta, pero esta vez, le pidió que se desnudara antes de entrar a la casa y se untaron cebo de res.
Todo transcurría con normalidad, cuando un gato, en la cocina, tiró una olla de peltre. El ruido no sólo obligó a la mujer a despertar y pegar de gritos, sino al marido, que corrió tras los intrusos, “Andrés pegó tremenda carrera hasta llegar a su casa y entrar a su habitación. Al otro día, estaba temeroso del regaño materno, pero su mamá no le comentó nada. Años después, muchísimos años, cuando vivía en la Ciudad de México, su mamá en una de sus visitas le preguntó: ¿De dónde venías esa noche?”.
Los asistentes sultan una carcajada sonora. Cómodamente sentados escuchan atentos los relatos de Matus. Algunos saborean una copa de vino o un mezcal. Puedes pedir cerveza, agua de frutas, garnachas, pescadillas o molotes de plátano.
El roce del taganero sólo es eficaz mientras ella duerma. La cocina, dice, es un punto medular donde se encuentran las mujeres y donde no se permite que se acerquen los hombres.
Es el espacio donde las risas y las confesiones estallaban. “- Mira si será tu marido apasionado, te ha dejado marcado el cuello. – No ha sido él, fue el taganero anoche”.
Matus, saborea la copa de mezcal que se le ha servido. “Mientras me invites mezcal, vendré las veces que quieras”. Cuenta sobre otro personaje: el mentiroso. Otro arte de laborioso dominio. Una plática que podría extenderse por horas.
Cada Jueves de Butaque es una ventana abierta al pasado, un espacio donde Aurora Toledo invita a personajes como Manuel Matus para revivir las tradiciones, los secretos y las historias que conforman la esencia de la cultura istmeña.
En el traspatio del restaurante Zandunga, bajo la luz tenue y el ambiente íntimo, se entretejen relatos que nos conectan con esta herencia cultural. En cada palabra, en cada sorbo de mezcal, en cada risa compartida los Jueves de Butaque se convierten en un refugio de la memoria colectiva, un rincón donde la nostalgia y el presente se encuentran para celebrar lo que somos y lo que fuimos.