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Candor y ímpetu en la cocina costeña de Lupita Añorve

♦ Yolanda Peach | Leche con tuna

Chile puya, chile guajillo y chile costeño, los ingredientes del mole loco, ese platillo que nunca faltaba cuando no tenían ni qué comer y llevaban a la boca con tortillas, es el sabor que, a Lupita, le recuerda su infancia.

María Guadalupe Añorve Zavaleta tuvo que emigrar de su querida Mártires de Tacubaya en la costa oaxaqueña, por la precaria situación económica. Embarazada y con una nena de 2 años llegó a la capital oaxaqueña con una maleta llena de ilusiones.

“Tuve que salir de mi pueblo por cuestiones económicas. Mi abuelo fallece y mi abuela se regresa a su tierra, en Guerrero. Yo me encuentro en el aire y no sé que hacer. Me dije me voy a Oaxaca y después de 12 años aquí estoy, echándole ganas”.

Cocinera tradicional, se ha dado a conocer por la autenticidad de los sabores costeños, desde los tradicionales tamales de tichinda, de camarón, de chileajo de puerco o de gallina de rancho, hasta salsa de chicatana, enchiladas o mole costeño.

A los 7 años se fue a vivir con sus abuelos, quienes la registraron como su hija, de su abuela aprendió el arte de la cocina.

“Las niñas, desde pequeñas empiezan las labores de la casa. Mi abuelita en particular era grosera, me pegaba, me ponía las manos en el comal caliente, tal vez ahora se diga que era mala, pero era natural porque así fue educada, siempre me decía: ponte lista, aprende”.

Le enseñó a hacer tortillas y la tenía a su lado para que observara, y así, después pedirle que preparara una salsa de huevo, un caldo de pollo, que matara una gallina o hiciera un guiso.

“Mi abuela tenía diversas plantas, salías al jardincito y agarrabas las yerbas para tu caldo. Mi abuela hacía un mole loco porque a veces no teníamos ni qué comer, lo comíamos con tortilla y si teníamos suerte, con un quesito recién hecho”.

Su abuelo sembraba sandía, melón, pepino y maíz. Todo lo cosechaban. A veces iba con su vecina y le daba nanche a cambio de queso fresco.

Confiesa que a veces se sentía triste porque su abuela le pegaba o la regañaba, “fue muy dura, pero gracias a lo que me enseñó no me muero de hambre, puedo sacar a mis hijos adelante sin esperar a ver quién me da”.

Alguna vez, de adolescente, tuvo que viajar a la Ciudad de México por cuestiones electorales. Ahí se topó con la indiferencia de los capitalinos. En otra ocasión, por el mismo motivo, llegó a la terminal de Oaxaca de Juárez. Ahí su compañera de viaje la abandonó. Sola y sin conocer a nadie, se guío para llegar a su destino por la amabilidad de la gente. Eso la enamoró del lugar.

Su primer amor la dejó al saberla embarazada. Empezó a elaborar pulseras de chaquira que vendía en los mercados de Pinotepan, Cuajinicuilapa, Llano Grande o San Juan Bautista Lo de Soto.

A los pocos días de llegar a Oaxaca de Juárez dio a luz a su segundo bebé. Consiguió un cuarto dónde dormir y siguió con la venta de pulseras. A pagos compró un refrigerador usado y empezó a hacer bolis y gelatinas para vender. Atole en la terminal de Tucdosa.

“Conocí después a un carnicero, nos fuimos a vivir juntos. Al principio todo era amor. Tuvimos dos hijos. Ya después tomaba mucho, no me ayudaba económicamente, empezó la violencia. Un día agarré a mis hijos y tuve que huir, descalza, sin nada en las manos y otra vez, a empezar de nuevo”.

Una tarea de su hijo más pequeño es la que la lleva a dar a conocer su cocina, “fui a recoger a mi niño y me empieza a decir: mami, mami, mañana nos toca hacer una exposición de dónde somos y tenemos que llevar comida de la Costa”.

Preparó tamales de chileajo de puerco. En el kínder, papás y maestros quedaron muy contentos. Una maestra le pide que haga más tamales costeños, ahora, para vender, “así empecé, con 15 tamales, 20, ahora he hecho hasta mil, dos mil, tres mil tamales”.

Comienza a vender en los tianguis. Al inicio en el de Volcanes, los viernes, ahora lunes y sábado en la Central de Abasto, martes en la colonia Reforma, miércoles en Etla y jueves en Zaachila.

En uno de estos tianguis es que la invitan al Festival Costeño, y de ahí, la han invitado a participar en eventos y muestras gastronómicas.

“Me inscribí para participar. Llegué a las 6 de la mañana y mi primer cliente fue un intendente. A las 10 de la mañana ya no tenía ningún tamal. Gracias a Dios ese día lleve cuatro vaporeras (…) ahora me invitan a eventos, como XV años, bautizos, fiestas patronales”.

Vive al día y, en este recorrer culinario ha cultivado amigos y también ha conocido a quienes, lejos de ayudarla, quieren aprovecharse.

“Hay gente con dinero que quiere que le enseñe mis recetas, que vaya a sus casas y les muestre, para que ellos, a su vez, lo exhiban en programas (de televisión). Eso no es ayuda. Yo no me voy a guardar mis recetas, si me dicen hay un taller para enseñarle a niños claro que sí les enseñamos, pero a la gente rica que quiere lucrar no, ¿Por qué no dicen: Ven a mi programa y enséñame cómo cocinas? Si no me ayudan, que no me chinguen”.

Lupita está convencida que no sólo la cocina, sino cualquier oficio, debe preservarse, entregar el legado a cada generación.

“De niña le pedí a mi abuelita que me dejara ir con las monjas. Ellas me enseñaron a cantar y a rezar. Eso también es herencia. Ser curandera con hierbas, tejedora, rezadora o cocinera”.

Ahora que, gracias a su cocina, empieza a darse a conocer, aspira que, al voltear a verla, también vean en ella a su pueblo, al que añora, “encuentras mango, plátano, ciruela, hay pozos de agua. Hacemos queso, chorizo, chilate que es una bebida exquisita, pan de bicarbonato, enpanochada, el pan de capricho, ahí está el mejor mole de cabeza de puerto, comida muy rica”

Sus ojos se humedecen cuando habla de Mártires de Tacubaya, “mi pueblo es muy bonito, la gente es muy amable, muy cariñosa. Desde que te ven te invitan lo que están comiendo, así asea una tortilla con sal o salsa de molcajete. Son casitas sencillas, pero llenas de amor. La gente se respeta, se quiere, se estima”.

El único detalle, asegura, son los que gobiernan, “no ven el sufrimiento de su gente, que no tienen ni un zapato qué ponerse, una ´playerita qué cargar (…) Mártires de Tacubaya tiene gastronomía, tiene historia, solo nos falta que nos volteen a ver. Volteen a ver a mi pueblo”.

Joven y con una gran experiencia, está convencida de conocer el secreto de la cocina, “no son las yerbas ni los guisos, es el amor que le pones, saber que la comida que vas a guisar no es para otros, sino para que coma yo, para mí la gastronomía es el paraíso para entrar al ser humano, enamorar a las personas con tu comida”.

“La Costeña”, “la Tichinda” o “la Morena”, como le dicen de cariño, quiere que la recuerden como es, “locochona, alegre, siempre he sido una mujer que nunca se deja caer, aunque llore uno por dentro, siempre una sonrisa para los demás, porque no tienen la culpa de lo que nosotros hemos vivido.

“Soy una mujer que ha sufrido mucho, que ha batallado mucho. Ahora que estoy grande me digo: Tú puedes Lupita, échale ganas. Ya no eres tú, son tus cuatro hijos. Claro que soy importante, pero es más importante educar a esos niños con el ejemplo y encaminarlos a que sigan sus sueños”.

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